lunes, 21 de junio de 2010

Monjes iluminados: notas al pie de un retablo agustiniano

Beatriz Vignoli

Edgardo Donoso (San Nicolás, 1964) es docente de Semiótica en la Escuela de Bellas Artes de la UNR, diseñador gráfico y padre; con esta muestra, se revela como artista plástico. En sus propios términos, la producción se transforma en obra de arte recién cuando una muestra, como ésta, titulada Charitas, la da a ver al público y la crítica que completan el hecho artístico. La recepción de los signos es un tema clave en su trabajo.

Donoso practica una técnica sutil: tallar papel de algodón. Él la denomina “papel elidido” y la describe como “casi quirúrgica”. En efecto, interviene al papel efectuando cortes de fracciones de milímetro de profundidad con una hoja afilada de acero y luego desprende capas, como si extrajera una piel. La figura resultante no es visible, a menos que se ilumine el papel desde atrás con una luz intensa. Entonces, puede verse que a las zonas donde el papel está más fino y debilitado la luz las atraviesa más plenamente, generando los blancos, mientras que el papel más grueso produce las sombras y, las zonas intermedias, las medias tintas. Todo ese juego construye las figuras. Cuando la luz se apaga, en cambio, lo que queda en el papel no son signos sino meras huellas.

Es significativo que Donoso logre sus imágenes excavándolas en el papel en blanco.

Allí donde hay nada, raspa sin romper, para hacer lugar a la luz. Como si una luz mayor fuese excavada en el interior de lo claro. El idioma latín –como señala Wittgenstein en su libro sobre los colores– tiene dos palabras para decir ‘blanco’: albus (el blanco opaco) y candidus (el blanco transparente). Donoso lleva el blanco del papel desde lo opaco hasta la translucidez y el sentido de esto evoca un modo de leer los textos sagrados “a la luz” de un sentido trascendente que los atraviesa. Porque hay un modo profano de leer los textos sagrados y es verlos como mera huella inmanente. Pero aquí el acero buriló, al modo del sacrificio, y la luz ilumina, al modo de la plegaria. Sacrificio y plegaria se articulan en la dialéctica agustiniana como dos modalidades inseparables de la producción (o, platónicamente, del “recuerdo”) de un secreto e íntimo sentido trascendente: “¿En dónde piensas que se ofrece el sacrificio de justicia, sino en el templo del alma y en las alcobas del corazón? Y en donde hay que sacrificar, allí hay que orar” [1] (De Magistro, I, 2). Así le dice el teólogo fundamental de la patrística, Agustín de Hipona, a su hijo adolescente, Adeodato, en el transcurso de un diálogo sobre el lenguaje que constituye un magistral ejercicio de retórica, y que anticipa en el siglo IV las teorías de Saussure (“¿Puede el signo ser signo sin significar algo?”, op. cit., II, 3) y ciertas ideas de la filosofía y de la psicología modernas acerca del sujeto.

En cuanto a lo icónico (que en estas obras se halla en estrecha relación de sentido con la bella forma y la ardua técnica), la serie de imágenes que Donoso elige representar configura un retablo que es, a su modo contemporáneo, un texto sagrado. Los Pathosformel (las estructuras de sentimiento formales) de estas imágenes nos vienen del arte religioso. Algunas evocan el motivo de la Pietá y el del descendimiento; otras mezclan temas sagrados y profanos, incluyendo por ejemplo a un niño en la playa al modo de Joaquín Sorolla. Donoso narra momentos cruciales de la vida de Agustín a través de estas escenas, inspiradas en el citado libro y en varias hagiografías. Pero no son sagradas porque provengan del arte religioso, sino porque constituyen algo así como “misterios” que plasman diversos estados del alma; posiciones de sujeto, diríamos hoy. Tanto el componerlas como el contemplarlas son trabajos en lo real, obras del “cuidado de sí” donde algo es dicho, algo sucede, algo es restituido y algo se transforma. Es asombrosa la cantidad de pasos que incluye cada composición y hasta qué punto cada paso implica al autor y a los espectadores en lo más hondo de sus subjetividades.

Por ejemplo, la primera, la muerte del amigo. Para la foto en la que se basó el dibujo, posó el artista con un vecino, unos años más joven. Cuenta el autor que, por un “error” (?), asumió la pose del amigo muerto, mientras que el otro hizo de Agustín sosteniéndolo. En la obra se ve claramente cómo el brazo del muerto cae, exánime. (En este rasgo aparece espectralmente el Pathosformel de la Pietá o del descendimiento). En la foto, es un brazo vivo que descansa, distendido. No sólo no soporta ningún peso sino que es soportado por otro que, además, sostiene su propio cuerpo. Del otro modelo, el joven vecino (“prójimo, próximo, cercano” es una sinonimia recurrente en el relato del autor) se alcanza a ver en una de las fotos el brazo tenso, como un puntal que, apoyado en un puño cerrado, sostiene a los dos cuerpos. (Algunos de estos detalles están disimulados en la obra por los pliegues barrocos que envuelven las figuras. De hecho, el muerto, envuelto en pliegues y con el rostro de boca entreabierta y ojos cerrados, dirigido hacia lo alto, evoca el motivo barroco del éxtasis). ¿Qué necesidad había de construir, en vivo, esta escena? Dos hombres: uno reposa, el otro apuntala. En su retablo agustiniano o relato en imágenes –aunque por supuesto no se compare directamente con el gran teólogo ni pretenda nada semejante– el autor “es” Agustín, mediante una identificación mítica del yo con el héroe que encarna triunfante sus peripecias. Pero, por un “error”, en la foto, deserta del puesto del teniente y es tenido. En el resto del relato, es al revés: el hombre maduro es maestro y padre; el joven es discípulo e hijo. Pero aquí es el joven quien, por “error”, porta la carga. Su rostro, en el dibujo, queda oculto.

Por razones de privacidad, la foto es material confidencial. Yo pedí verla de nuevo. Quería volver a ver aquello que me había conmovido. Y era el contrapunto entre aquellos dos brazos (una relación formal que habla del hacer consciente lo padecido).

Sin embargo, la foto no es expuesta como registro del proceso. Lo real debe quedar oculto, velado por esos monjes de lo imaginario y sus hábitos llenos de pliegues. Cuando Donoso dice “monjes” –cuando miro los monjes que talla en el papel– me remite a un imaginario de nuestra generación: Kung Fu, New Age, el Oriente, Japón, “camina sobre un papel de arroz, pequeño saltamontes”; la espiritualidad del desapego, el arte de alcanzar la iluminación mediante el no necesitar nada. Estos monjes “aparecen” en sus ejercicios estudiantiles de 1988. Son figuras donde la belleza de los cuerpos contrasta con la austeridad y el ascetismo que representan, una paradoja típica del arte religioso humanista del Renacimiento. Hoy lo que aparece, en el discurso con que Donoso acompaña estas obras, es la distinción de sentido entre caritas (de donde derivan carencia, carestía, caridad) y charitas, la “h” muda como una legitimación ética y gráfica del necesitar al otro: necesitar transmitirle conocimientos, ser escuchado, necesitar que a uno lo tengan. Un ratito, nomás. Al menos apenas el tiempo necesario para armar la pose ante el trípode y esperar hasta que la cámara dispare el obturador.

Rosario, 30 de mayo de 2010



[1] Agustín de Hipona: El maestro o Sobre el lenguaje. Edición y traducción de Atilano Domínguez. Madrid, Editorial Trotta, 2003

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